Texto

No puedo pronunciar una palabra sin antes confesar que constituye para mí un honor y un desafío mayúsculo el participar en este ciclo dedicado a Neruda, entre figuras de tan importante y vasta trayectoria en el campo de las letras, territorio en el que yo estoy dando mis primeros pasos.

Si he aceptado esta invitación que me ha tenido aterrada durante todos estos días, es porque, aparte de la contraída con la Universidad de Chile, tengo una deuda personal muy grande con Neruda -con galopantes intereses, reajustables mes a mes, verso a verso-, y me siento en la obligación de venir a hablar de mi acreedor en nombre de las generaciones jóvenes, que no deben brillar por su ausencia en el firmamento nerudiano...

Yo no conocí al poeta ni soy tampoco una de las "viudas de Neruda", como supe que me ha bautizado Enrique Lafourcade. Por la edad, más bien podría haber sido una de sus nietas. No puedo yo ofrecer un testimonio directo de la vida de Neruda, sin embargo, por una alquimia de las almas, o por los lazos invisibles que extiende la poesía a través de la geografía y el tiempo, me siento muy cercana de este ilustre señor, pajarero y provinciano.

Si no lo conocí en persona, sí lo conocí a través de su obra, en una entrevista póstuma que me tocó hacerle, que constituyó un encuentro imaginario entre el poeta y yo, donde él respondió a mis preguntas a través de sus versos. Con ese trabajo me titulé de periodista y me hice un pequeño hueco entre los nerudianos, que conforman por el mundo una especie de cofradía o de gran familia, en la que yo no esperaba venir a sentarme ni en la mesa del pellejo.

La verdad es que desde que los versos de Neruda me salieron al paso, nunca pude dejar de leerlo y con ello algo tomó consistencia dentro de la candente y desarticulada adolescencia que me tocó vivir, a comienzos de los oscuros años ochenta. Neruda me regaló una relectura de la historia, del país, del continente, del mundo, de esa época sin par que le tocó presidir, la que se ha conservado intacta a través de su obra. Obra que constituye también un homenaje a la vida, a la eternidad de la naturaleza y sus portentosas creaciones, y un hilo de comunicación que se enhebra de soledad a soledad, de destierro a destierro, de un canto a otro canto.

Para las generaciones jóvenes, el legado de Neruda forma parte de un pasado que por muchos años nos fue vedado y simbolizan con fuerza y dolor insospechados, una era que no conocimos. Años de romanticismo, de ideales fraternos, de pasiones que hacían volcarse la gente hacia otras rutas que la de la simple búsqueda de comodidad individual.

Afortunados los que pueden recordar, digo yo. Los que guardan en sus memorias nociones concretas de valores y virtudes pasados de moda, como la solidaridad, la sencillez, la fineza de espíritu. A nosotros, los más jóvenes, las nebulosas de la infancia no nos permiten sino atisbarlos, o, a tientas, palparlos, entre una y otra sensación primera.

Neruda, hoy, en la aldea globalizante, constituye también una señal de identidad, cual un faro en medio de un océano transculturizado, que nos ilumina por dentro y nos recuerda de dónde somos, quiénes somos. Y creo que así será cada vez más.

Por eso, conmemorar hoy la muerte de Neruda nos incita a recordarlo en carne y hueso, a reconstituir de entre las sombras el legendario perfil con la gorra, el mirar profundo y silente, la voz amodorrada, y todas aquellas vivencias que quiso compartir con nosotros, tema del que trata el encuentro de esta tarde.

Por muy contradictorio que parezca, cuando pienso en la vida de Neruda, inmediatamente me viene a la mente la imagen de la muerte. Tal vez porque yo lo conocí después de muerto, en una época funesta, tal vez porque hoy se cumple un cuarto de siglo de su partida, o simplemente por mi propia aprehensión de los escritos de este singular poeta. Claro que no cualquier muerte, sino una que es casi hermana de la vida, en la medida que se inserta en los ciclos regenerativos de la naturaleza, del infinito.

Morir está tan cerca de nacer, o de seguir viviendo, nos enseñó el propio poeta. Nos hizo reconcebir estos verbos como las caras clara/oscura de la misma moneda. Y si hay algo que me llamó la atención en la obra y vida suya, que se reflejan mutuamente, es que la muerte parece ser una constante nerudiana.

La muerte, la muerte real y total, no esa musa de hábitos blancos en tantos versos invocada, sale al acecho del poeta desde antes de sus primeros pasos en la tierra. Le arrebata a la madre cuando ésta apenas alcanza a arrullarlo, dejando la sombra de su desgarradora ausencia de por vida.

«Y allí se quedó sola, sin su hijo...», lamenta, en el poema que dedica a la madre muerta, que inaugura Memorial de Isla Negra1. Él, sin su madre, más solo aún entre los vivos, buscó con anhelo el abrazo consolador de la progenitora en otros cuerpos. En vano. La orfandad le apuntaba directo al corazón, con su dedo largo, enmohecido. Como la muerte.

Le arrebata a la hija, Malva-Marina, que casi no deja rastros en su poesía de tan hondo que remueve al hombre. Se lleva también al niño no nacido de Matilde, al que no pudo venir «de un lago con gaviotas blancas y hambrientas»2, a gozar de la tierra ancha y generosa de su padre poeta.

Y a los que intentaron venir a continuación, también se los lleva la muerte. No zarparon de la cara oscura de la moneda, frustrando para siempre ese proyecto de paternidad nerudiana. No le quedó más remedio que volcarse e indagar hasta sus más profundas vísceras para adoptar al único niño que salió de Neruda: él mismo.

La muerte lo priva prematuramente de sus amigos, de Miguel Hernández y del noble Federico, su Hermano, hermano3, como lo llama.

La guerra civil española lo pone enseguida en contacto con una presencia aún inexplorada, la de la muerte colectiva y anónima, la del campo de batalla, donde el poeta se familiariza con la sangre de los niños que corre por las calles simplemente como sangre de niños muertos para siempre4.

A partir de entonces, ya es una vieja conocida suya, la muerte. La comienza a torear, a batirse a duelo con sus cachos, a cantarle, a escribirle, a desafiarla. La hace clamar inocencia de entre las piedras de la altura del Macchu Picchu genocida5.

Invita a nacer con sus versos a sus hermanos muertos y anota los nombres de sus amigos ya fallecidos en las vigas del techo de su casa de Isla Negra, para tenerlos cerca de su cielo.

La invoca, la recuerda. La muerte toma entonces en la memoria la forma de un cisne de cuello negro, cuya delgada y larga extremidad se deshace, entre sus brazos infantiles, como una cinta de seda, dejándole una vez más el sabor de la partida en el cuerpo imberbe6.

Toda su obra intenta contener esa sensación de pérdida, formulando aquellas inquietudes existenciales que nos atraviesan a todos los jóvenes y también a los viejos, como ¿por cuánto tiempo muere el hombre?, ¿qué quiere decir para siempre?7. Contestaba las preguntas ausentes, a través de sus soliloquios en las olas, soliloquios en tinieblas8. 0 cantando a la vida que no muere, la de la cebolla, de la alcachofa o del inmortal caldillo de congrio. Cantando a la espuma de la ola que nunca termina de nacer en la orilla de su ventana, donde «el hombre en el océano se disuelve como un ramo de sal» 9. Buscaba el consuelo de lo perenne, de lo que no tiene final ni comienzo, patas ni cabeza.

Su naturaleza inexpugnable, también murió a veces, cuando arrancado de sus dominios australes, es confinado en una seca pensión capitalina, como tantos estudiantes. Acusa el corte de las raíces vegetales, que sangraron en el joven poeta, para renacer con toda su fuerza al final de su vida, cuando lo empieza a sitiar a él, esta vez, la muerte.

Mas, incluso después de muerto Neruda. sigue hablándonos de muerte. Y también de vida, a través de un aguilucho, que representa la más reciente leyenda creada en torno al poeta, de la cual me ha tocado ser cómplice. A quienes no la han escuchado aún, les cuento que esta historia, que crece y crece como un niño, se gestó en Valparaíso. Bajo el hechizo de esta ciudad-puerto que Neruda idolatraba, hizo una noche el poeta una importante confesión a su amigo y coproprietario de La Sebastiana, Francisco Velasco: le manifestó que le gustaría volver a la vida bajo la forma de un águila. Esto fue aproximadamente diez años antes de la muerte del poeta, cuando aún podían reírse del macabro tema.

De no ocurrir lo que pasó, esta conversación no habría trascendido sino como uno más de tantos delirios de medianoche en Valparaíso. Pero una mañana, poco tiempo después del fallecimiento del poeta, Francisco Velasco fue sorprendido por un gran alboroto en el barrio, al regresar a La Sebastiana.

«¡Doctor!, ¡Doctor! Algo raro pasa en la casa de don Pablo, parece que hay alguien adentro», le gritaban los vecinos. Intrigado, Velasco sube cauteloso a la Sebastiana, y encuentra en el living de Neruda, un águila de gran tamaño, que le queda mirando.

Revisaron toda la casa, que seguía rigurosamente cerrada desde el fallecimiento del vate, sin dar con pista alguna de la misteriosa forma en que ingresó el ave de rapiña. Finalmente, abrieron un ventanal y lograron despedir al intruso descomunal, que remontó vuelo y se perdió en la altura. En ese instante, le vino inmediatamente a la memoria a Velasco la confidencia de Neruda de que le hubiera gustado reencarnarse en un aguila, la que por cierto aparece muy frecuentemente citada en su obra10.

El doctor corrió a llamar por teléfono a Matilde, la mujer de Neruda, que estaba en su casa del barrio Bellavista. «Era Pablo», contestó ella, para su mayor sorpresa, sin miedo y muy segura de sí misma, como la cosa más natural del mundo.

Velasco, que narra estos sucesos en su libro Neruda, El Gran Amigo11, nunca volvió a ver, ni a saber de esta ave.

Sin embargo, después de la muerte de Matílde, ocurrida en enero de 1985, el aguilucho empezó a venir de visita a La Chascona. La primera vez, fue cuando los miembros designados por Matilde para dirigir la fundación que llevaría el nombre del poeta, abordaban la penosa tarea de rehabilitar La Chascona, la que había sufrido daños considerables con el terremoto de ese verano. Si al comienzo todos se espantaron y se hicieron miles de preguntas, poco a poco comenzaron a habituarse a las venidas de este particular pájaro, que se instalaba por lo general durante bastante rato, con más pose de amo y señor que de visitante.

Los más incrédulos vivían llamando al zoológico, que colinda con la propriedad del barrio Bellavista, para saber si no se había escapado un ave de rapiña. Incluso en Isla Negra se avistó un aguilucho rondando por los ventanales cargados de mascarones que en esa época estaban encerrados.

Tanto en la vida como en la muerte, Neruda y el águila compartían los secretos del mismo lenguaje, de la soledad de las cumbres, de la desolación y la grandeza de los océanos:

«Águila de plumas duras ,
yo conozco tu idioma negro,
la amenaza de tus ciclones,
tu transparencia sanguinaria,
tus garras manchadas de muerte
y sé que vuelves derrotada
a tus montes de piedra y nieve,
al gran silencio de los Andes,
a la torre de las espinas.
»12

Con la distancia, quienes recibieron las visitas del aguilucho las interpretan hoy como signos o gestos de apoyo del poeta en los difíciles primeros años de la Fundación Neruda. Otros sostienen que el poeta venía a burlarse de ellos por el tremendo lío en que los metió13. Hoy, que los engranajes de su tren fundacional están enrielados, el aguilucho parece haberse tranquilizado, sin embargo, cada cierto tiempo en las casas de Neruda pasan «cosas extrañas», a las que sus nuevos ocupantes se han habituado. Las llaman las «jugarretas» de Pablo, que parece no haberse cansado de todas las que hizo en vida para seguir revolviéndola después de muerto.
A veinticinco años de su partida, lo más probable es que esta historia no tenga que ver sino con otra primitiva forma de invocar su renacimiento, con la necesidad nuestra de buscar alguna manifestación del hombre Neruda entre nosotros, que nos haga más llevadera su «presencia ausente», otra moneda de dos caras, como la vida y la muerte.
O simplemente responde al deseo de agregarle a la existencia esa cuota de magia, humor, ingenuidad, sensibilidad, poesía..., todos esos atributos intangibles que toman cuerpo y se prolongan en Neruda.
Porque el desenlace de una fría noche de septiembre en la clínica Santa María no concluye con toda esta romería de muertes y vidas. Todo lo suyo huele a eternidad. Sea esta partida de defunción, hoy, en el Chile de fines del milenio, una nueva acta de nacimiento. Una que saque al hijo del fondo de la tierra, para que siga germinando en el viento14.

Proclamó Neruda:

«He renacido muchas veces, desde el fondo
de estrellas derrotadas, reconstruyendo el hilo
de las eternidades que poblé con mis manos,
y ahora voy a morir, sin nada más, con tierra
sobre mi cuerpo, destinado a ser tierra.»15


Estos versos, que forman parte de la recta final de Canto General, los escribió el poeta antes de cumplir 45 años.

Notas

  • 1 Memorial de Isla Negra, Ed. Seix Barral, Barcelona 1982, P.11
  • 2 Del poema El Hijo, Los Versos del Capitán, Ed. Ov. Negra, p.22
  • 3 En poema Explico algunas cosas, de España en el corazón, parte IV de la Tercera Residencia, Ed. Seix Barral, p.44
  • 4 Paráfrasis de un verso en Op. Cit. P. 45 y 46
  • 5 En Alturas de Macchu Picchu, parte II de Canto General, estrofa XII, Ed. Bruguera, p. 36-37
  • 6 Mi Primer Poema, Primer capítulo de Confieso que he vivido, (El joven provinciano), Ed. Seix Barral, 1985, p. 30-31
  • 7 Poema El Mar ¿Y cuánto vive?, Estravagario, Ed. Seix Barral , 1982. P. 12.
  • 8 Títulos de dos Poemas de Memorial de Isla Negra, p. 139 y Estravagario, p. 44, respectivamente
  • 9 Poema El Mar, I, Una Casa en la Arena, Obras Completas, Ed. Losada, 1957, Tomo III, P.60
  • 10 Rastreando las huellas de las aves de rapiña en la obra de Neruda, el águila se manifiesta como una constante, como una obsesión. Le dedica un poema en Arte de Pájaros, obra donde Neruda se autodefine plumírefo: "Me llamo pájaro Pablo, /ave de una sola pluma, /volador de sombre clara / y de claridad confusa...". En Alturas de Macchu Picchu, le canta al "águila sideral..." Así como a los "nidos ásperos de roca" en Estravagario. Bautiza "La Manquel" aquella casa que compra en Normandía, Francia, cuando era embajador en París, que significa águila o cóndor en mapudungún. Además, la última casa que Neruda quería construirse se situaba a los pies del cerro Manquehue, que quiere decir "lugar de cóndores".
  • 11 Publicada por Editorial Galinost-Andante, Santiago, 1987
  • 12 Poema Águila (fragmento) de Arte de Pájaros, en Obras Completas, Tomo III, p. 1
  • 13 Historia relatada por la autora en artículo publicado en El Mercurio, 21 de junio de 1998, titulado Las Alas de Neruda.
  • 14 Paráfrasis de segundo verso del Poema 1 de Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada, Ed. Seix Barral, 1991, p. 9.
  • 15 Poema XXI (La Muerte) del capítulo XV (Yo Soy) de Canto General, Ed. Bruguera, 1980, p. 431