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'...las escuelas públicas no han contribuido tanto como ha-bría podido esperarse a la supresión de las bien marcadas diferencias de clases que existen en la sociedad chilena' [1]

La sociedad chilena desde el siglo XIX se caracterizó en materia de educación por colocar el énfasis en los estudios secundarios y superiores que conducían a la formación de una elite cuyo propósito era la dirección política y económica y el ser modelo de una sociedad burguesa comprometida con los valores de conservadurismo moral y de exclusión sociopolítica. Ello, bajo el amparo ideológico de la Iglesia Católica. Aunque se escucharan gritos de rebeldía de parte de masones y radicales, estos, en lo privado y público acataban los dictámenes de la cultura cristiana conservadora dominante.

Con mayor precisión, el modelo educativo del Estado oligárquico, compartido en su generalidad por conservadores y liberales, establecía que la educación debía ajustarse a la desigualdad de clases sociales existentes: la formación humanista y científica, que preparaba para el gobierno y los roles ciudadanos, debía ser privilegio de la elite. Las clases pobres debían conformarse con una instrucción primaria de énfasis religioso, que garantizara la estabilidad del régimen político y del modelo de desarrollo en general. De allí que este modelo haya sido definido como 'un proyecto de educación para el orden social' (Ruiz, 1989: 13).

Con gran sagacidad, L.S. Rowe, profesor de ciencias políticas en la Universidad de Pennsylvania, de paso por Chile en 1910, describió las consecuencias de este proyecto educacional, al compararlo con el argentino:

'El progreso de la educación en Chile contrasta notablemente con el de la República ArjentinaEn este último país, el desenvolvimiento democrático iniciado en 1850 condujo al desarrollo preferente de la educación primaria. A la instrucción secundaria y a la universitaria se prestó, en cambio, poca atención. (...) La organización social aristocrática de Chile, a la inversa, condujo a la concentración de los esfuerzos en favor de la instrucción secundaria. Como consecuencia, Chile posee los mejores liceos e institutos de Sudamérica.'

'Desgraciadamente, la educación primaria fue descuidada durante muchos años, y esto produjo tal estado de ignorancia en las masas populares que la barrera que separa allí a las diversas clases sociales se hizo infranqueable. El país sufre ahora los resultados de ese largo abandono (...) A los cursos preparatorios de los liceos concurren los hijos de las familias acomodadas, mientras que a las escuelas primarias asiste el elemento pobre de la población. (...) Por esta razón, las escuelas públicas no han contribuido tanto como habría podido esperarse a la supresión de las bien marcadas diferencias de clases que existen en la sociedad chilena' (Rowe, 1910: 137).

En suma, la educación estaba destinada a legitimar y reproducir simbólicamente la exclusión de facto de los sectores populares de la ciudadanía moderna.

La ineficacia de este modelo educacional fue denunciada por Francisco Antonio Encina durante el debate nacional de la 'crisis del centenario'. La llamada 'cuestión social' y la magra situación del magisterio, conjuntamente con los cambios globales en el advenimiento del siglo XX, generaron un acalorada discusión pública sobre el rol que le correspondía a la educación en el desarrollo del país. Frente a Enrique Molina, que reclamaba una formación humanista como fundamento de un ciudadano consciente de su protagonismo social, y a Luis Galdames, que defendía la combinación de la formación humanista y técnica, Encina patrocinó con ardor la reorientación de la educación a las actividades productivas. Argumentó que con su inspiración en preceptos abstractos y universales de raíz ilustrada y su desfase de la realidad nacional sólo preparaba para profesiones liberales o empleos públicos; y que, en cambio, despreciaba los temas económicos en general y generaba ineptitud para las ocupaciones industriales, las cuales eran las verdaderas garantes del progreso económico contemporáneo:

'La enseñanza consiste en una educación meramente intelectual, o mejor dicho, en una simple instrucción, de marcado sabor clásico al principio, y acentua-damente científica más tarde.(...) En la enseñanza general se alejan deliberadamente los ideales que conducen a la actividad económica, 'para no desvirtuar sus fines.' (Encina, 1972: 146-147).

Pese a la polémica que generaron sus postulados, Encina no hacía más que representar las exigencias de la era industrial, respecto de la necesidad de mano de obra mínimamente instruida y disciplinada en los modos del trabajo industrial y en la importancia de considerar En efecto, el industrialismo fue la base de las radicales transformaciones que, especialmente en los siglos XIX y XX, marcaron un 'cambio epocal' para la vida humana en general, como no sucedía hacía siglos, en un proceso liderado por Europa y Estados Unidos, primero, y Japón, después. La progresiva imposición de un proceso productivo basado en la combinación sistemática de capital, fuerza de trabajo, explotación exhaustiva de los recursos naturales, y de innovación tecnológica y organizativa, produjeron un cambio socioeconómico estructural, de sostenido y fuerte crecimiento económico basado en el incremento exponencial de la producción y la productividad, es decir, la oferta de energía, bienes y servicios a niveles desconocidos. A diferencia del mundo preindustrial, en el cual la principal actividad económica era la agricultura, en la sociedad industrial el peso del sector primario se redujo mientras se incrementaba el de la industria y los servicios. Por lo mismo, mientras en el primero la mayoría de la población vivía en el campo y se dedicaba a actividades agrícolas, la sociedad industrial se caracterizó por un alto grado de urbanización y por el aumento notable de las grandes ciudades, que eran pocas antes del siglo XIX. El desarrollo de los transportes y de las comunicaciones incrementó el contacto entre las regiones del planeta, intensificó el comercio y las migraciones; hubo un aumento sostenido de la población (por la reducción de la mortalidad infantil e incremento de la esperanza de vida), aparecieron nuevas formas de organizar el trabajo, nuevas clases sociales, nuevas modalidades de ordenar la política y la familia. Comenzaba, entonces, la coyuntura epocal de las sociedades industriales, de clases y de masas, en que los mecanismos capitalistas y el principio liberal de la igualdad ante la ley reforzaban unos grupos sociales abiertos, ligados a la estructura económica, a la libertad de mercado y al predominio de quienes manejaban el capital. En suma, advenía un tiempo en que el estatus de los individuos ya no estaba determinado por el nacimiento o el fenotipo sino más decisivamente por la propiedad de carácter industrial.

Mientras los intelectuales chilenos debatían los efectos de estas mutaciones en Chile y la contribución específica de la Educación en el desarrollo nacional, el país siguió evolucionando durante el siglo XX como una sociedad escindida entre la elite y los pobres y entre el mundo urbano y rural. La diferencia entre lo urbano y lo rural se manifestó fuertemente hasta el proceso de Reforma Agraria, en la conservación de unas relaciones sociales paternalistas basadas en los derechos de patrones y las obligaciones serviles del inquilinaje. Los valores de esta sociedad eran los propios de una sociedad agraria en que el poder político emanaba de la propiedad de la tierra y que retrasaban la penetración de los mecanismos económicos y de 'mentalidad capitalista' en el campo chileno, amén de postergar por décadas su desarrollo social. No es por azar que en 1960 los mayores índices de analfabetismo en Chile se concentraran en las regiones campesinas del valle central, variando entre el 33,3% de la provincia de O'higgins y el 40,9% de Curicó. Mientras el promedio de analfabetismo nacional era aquel año de un 16,4% y en las ciudades de un 9,1%, en la ruralidad promediaba el 33,0% (MINEDUC, 1964: cuadro XIV). La retención escolar era otro indicador del elitismo: en 1962, por ejemplo, de 100 niños matriculados en primer año de primaria, sólo el 57,1% llegaba a tercero; el 29.4% llegaba al sexto; el 4.5% llegaba al sexto de humanidades; y sólo el 2,3% llegaba a estudios superiores (MINEDUC, 1964: 92)

A contrario sensu, en Santiago y en capitales de provincia, como Antofagasta, Valparaíso, Concepción, Temuco y Punta Arenas, se vivía una situación también dicotómica, pero en un contexto de mayor conciencia social por parte de la población en general. En ellas, los sindicatos y gremios diversos actuaban en pos de conseguir políticas públicas para la satisfacción de las necesidades básicas de las clases populares y los partidos políticos se planteaban la conquista del poder para aplicar nuevas políticas de acuerdo a los criterios de verdad de sus respectivas ideologías. Los movimientos sociales, estrechamente vinculados a los partidos políticos, fueron generalizando gradualmente en el ambiente citadino el anhelo de construcción de una nueva sociedad.

Desde la segunda mitad del siglo XX, Chile empezó a recibir los aires de un nuevo 'cambio epocal'. Se trataba del paso de la modernidad industrial a la llamada sociedad postindusrial. En esta transición, la sociedad occidental burguesa pasó de ser fuente de imitación a fuente de crítica. La familia burguesa, su moral y gustos estéticos asociados se desestructuraron hasta llegar a una familia numéricamente empequeñecida, con el servicio doméstico externalizado (allí donde existía), con la ampliación del concepto de cultura de lo elitista a lo popular, con la valoración de la religiosidad popular y la apertura de la Iglesia al cambio social, con la familiarización de la píldora anticonceptiva, con la incorporación masiva de las mujeres de clases medias al mundo laboral y de las mujeres, en general, a la educación superior, y con la revolución de las costumbres, en el actuar y en el vestir. De tal forma que aspectos de la vida social que antes se consideraban irrestrictos de la vida privada pasaron a ser de dominio público (como la manifestación de afecto entre parejas), y de manera que los roles tradicionales de género se hicieron menos rígidos, igual que sus apariencias: de allí la masificación de la moda unisex. Esta transformación de la estructura familiar y de las costumbres, sumada a otros aspectos como la emigración, la aparición de nuevos materiales de construcción y de electrodomésticos, etc., significó un cambio en la vivienda ­dimensión, distribución de espacios, etc-, de los conceptos urbanísticos y del espacio privado en general. Y, naturalmente, significó un cambio en el espacio público.

El espacio público fue rediseñado para que el Estado, que había declarado su responsabilidad social en la Constitución Política de 1925, se hiciera cargo de las necesidades básicas de la población: vivienda, trabajo, salud y educación. Así como en Europa se implementó el Estado de Bienestar, en Chile se desplegó ­con dificultades y tropiezos- una suerte de Estado de Compromiso que desarrolló un procedimiento fiscal, un aparato burocrático y un sistema político crecientemente democrático e inclusivo, que fortaleció la participación social y una arraigada conciencia ciudadana. Conciencia que adquiría sentido en la necesidad de pertenecer a un colectivo ideológicamente definido, desde el cual se 'hacía país', en una tensión y una complicidad que incluso marcaba las fronteras de las relaciones humanas. El ser sujeto histórico, entonces, se comprendía fundamentalmente en los límites del colectivo político, no en la individualidad. Este hecho facilitó que las soluciones públicas quedaron a cargo de las ideologías partidarias, constituyéndose en programas políticos que hacia fines de los años '60 eran excluyentes y confrontacionales, pese a tener a veces coincidencias notables, al menos en el espectro de centro-izquierda.

Frente a la efervescencia de la izquierda y a los temores de la derecha, se consolidó la posición intermedia del socialcristianismo, respaldada por el interés nacional e internacional de buscar respuestas alternativas al marxismo y a un capitalismo que se mostraba ineficiente tanto para el ideal económico industrializador como para la realización de la persona. Se apostaba por modelos comunitarios y cooperativos, dentro de un paradigma de planificación integral.

De todos los males que afectaban a la sociedad chilena, el ineficaz sistema educacional seguía siendo uno de los endémicos, porque no había dejado de ser el fiel reflejo de nuestra sociedad estamental, que aún penetraba los interticios de la estructura de clases. En primer lugar, el sistema educacional resultaba insuficiente porque se estructuraba en torno a las escuelas de primera, segunda y tercera clase, según los años de escolaridad que ofrecían, ubicadas, las primeras, en los barrios centrales de las capitales, las otras en los barrios periféricos y habiendo en el campo sólo escuelas de tercera. Por otra parte, una minoría de los alumnos que egresaban del sexto año primario accedían a alguna de las modalidades de la enseñanza secundaria (liceo o escuela técnico profesional). El resto, en el mejor de los casos, lograba continuar estudios en las llamadas escuelas vocacionales, cuya misión era preparar oficios calificados. De tal forma, por ejemplo, que en las Escuelas Técnicas Femeninas se podía obtener el título de modista, pero en la Vocacional sólo el de costurera, para trabajar en el taller dirigido por la modista. Quienes optaban por la escuela vocacional no podían acceder a estudios superiores.

Sería recién con la Reforma Educacional de 1965 que terminó esta jerarquización social enquistada en la Educación, porque ella sentó las bases de la revolución en la cobertura escolar, al establecer la obligatoriedad de los ocho años de educación general básica, al eliminar las escuelas por clases y las vocacionales y al delinear la nueva organización general del sistema. Esta reforma tuvo sus antecedentes en la Alianza para el Progreso y la Reunión del Punta del Este y se basó en el exhaustivo diagnóstico hecho por la Comisión de Planeamiento Integral de Educación durante el gobierno de Jorge Alessandri. Compartió con la Reforma Agraria y la política habitacional la misma inspiración de 'Promoción Popular' que inspiraba la creación de Centros de Madres, Juntas de Vecinos, Jardines Infantiles y toda la serie de centros comunitarios que tuvieron sus espacios físicos reservados en los nuevos planos comunales. Todo ello, acompañado por la formación de los grupos cristianos de base impulsados por la Iglesia Católica. El proyecto social que estaba en la raíz de estos programas pretendía disputar a la izquierda política la clientela electoral, incentivando la participación popular en instancias sociales diferentes a los partidos, objetivo que luego se amplió a otros segmentos de la población (como los productores agrarios, por ejemplo).

Si bien el marco teórico de esta Reforma auguraba un cambio profundo en la formación de los jóvenes chilenos, las constricciones impuestas por las carencias de locales escolares adecuados, de profesores, de material escolar y de tiempo, conspiró contra una renovación total del sistema de enseñanza-aprendizaje, de tal manera que el nuevo currículo 'centrado en la persona' no pudo dar un vuelco en la calidad pedagógica. Sin embargo, el potenciamiento de la Junta Nacional de Auxilio escolar y Becas (JUNAEB) y la creación de la Junta Nacional de Jardines Infantiles (JUNJI) permitieron mejorar no tablemente la retención escolar, la incorporación más temprana de infantes al sistema y la consiguiente inserción de la mujer al trabajo. La educación era un frente más de la política de 'promoción popular', centrada en los graves problema de cobertura y deserción escolar más que en la calidad del aprendizaje.

La Dictadura no trastocó la estructura general del sistema escolar y continuó la ampliación de la cobertura. Pero la 'municipalización', en el nuevo marco del Estado subsidiario, que traspasó las escuelas a los municipios y creó el sistema de subvenciones, contribuyó a la larga, a una regresión en el objetivo de la equidad social. En rigor, mantuvo la organización centralizada pero entregó la administración de los establecimientos públicos a instituciones municipales, a particulares denominados 'sostenedores' o a corporaciones de administración delegada (gremios empresariales o corporaciones privadas), que asumieron ante el Estado la responsabilidad de prestar el servicio educativo a cambio del cual recibieron recursos estatales. Los que no contarían financiamiento estatal son los colegios particulares pagados. El otro esfuerzo principal del régimen militar se concentró en la reorientación de la ideología escolar hacia una cultura autoritaria (Brunner, 1985: 415-153).

Al retorno a la Democracia, una de las preocupaciones fundamentales fue mejorar la eficacia y eficiencia de la política social, lo que respecto de la Educación implicaba adecuar el sistema escolar nacional a las cambiantes condiciones de la sociedad global y chilena, en particular, por medio de una serie de iniciativas que -sin tocar la estructura administrativa general- transformaran todas las dimensiones del sistema: las formas de enseñar y aprender, los contenidos de la educación, la jornada escolar, la gestión de los servicios educativos, los materiales (biblioteca, recursos informáticos), la infraestructura escolar, el financiamiento del sistema y el mejoramiento de las condiciones del trabajo docente.

En perspectiva, la actual Reforma Educacional pretende contribuir a la recuperación de una sociedad democrática que permita la construcción de un sujeto histórico pleno de derechos, conciente de sus deberes ciudadanos y abierto a las nuevas experiencias cognitivas y demandas sociales que se inician con la era de la información. Por ello, pone en el epicentro de sus principios los valores de equidad y calidad, significando el primero la 'provisión de una educación homogénea en términos nacionales...que se hace cargo de las diferencias y que discrimina en favor de los grupos más vulnerables'; y en que el segundo -la calidad- supone 'el paso de un foco en insumos de la educación al foco en los procesos y resultados del aprendizaje' (MINEDUC, s/a).

Estos axiomas rectores inspiran los Programas de Mejoramiento de la Educación Preescolar, Básica y Media, la elaboración e implementación del Estatuto Docente, los planes de mejoramiento de la gestión escolar y municipal, la elevación del gasto en educación, la extensión de la jornada escolar, las renovaciones curriculares, y las múltiples iniciativas ministeriales iniciadas desde 1990. Sin embargo, las interferencias del desequilibrado entorno social conspiran gravemente contra sus posibilidades de óptima realización.

Primero, por las concepciones económicas dominantes, según las cuales la Educación es un espacio del 'mercado' regulado por un Estado subsidiario, en que los educandos son clientes y las escuelas son empresas que deben redituar para asegurar su mantención. En este contexto, la notable empresa de haber aumentado el gasto público educacional hasta el 4,1% del PIB en el año 2000 (CEPAL, 2003: 184), se ve limitada por las posibilidades de crecimiento que permite al gasto social un modelo que prioriza el ahorro fiscal. Se ve limitada también por las disparidades que amplía el esquema económico entre los ciudadanos que se bastan a si mismos y los que precisan el aporte estatal, que son la mayoría: cabe recordar, por ejemplo, que el 91% de los niños chilenos asiste a establecimientos financiados con recursos estatales (MIDEPLAN, 2000).

Otro aspecto que afecta al proyecto de 'equidad y calidad' educativa es la sujeción del sistema de financiamiento e incentivos a la estructura administrativa. En el caso de la enseñanza pública 'municipalizada', esta sujeción confunde descentralización con alejamiento presupuestario de parte del Estado, y, por ende, hipoteca la calidad de las escuelas comunales a los recursos disponibles de cada municipio. En el caso de educación particular subvencionada, la interferencia proviene de que, en general, los sostenedores se conducen como empresarios de cualquier otro rubro de negocios, intentando conseguir el máximo de ganancias con el mínimo de inversión. No se trata, en todo caso, de que la 'municipalización' o el sistema de subvenciones sean perniciosos en si mismos para el sistema escolar sino que -al funcionar en el contexto de un Estado disminuido, de una sociedad altamente dividida en relación a sus ingresos y de la entronización de criterios estrictamente económicos en algunos administradores- suman una nueva desigualdad, en el terreno propiamente educativo, a las ya preexistentes. De hecho, las mediciones que evalúan los rendimientos escolares en relación a la dependencia administrativa desfavorecen tanto a los establecimientos particular subvencionados como a los municipalizados. Por ejemplo, en cuanto a la proporción entre alumnos-profesor en el año 2000, los primeros tienen 41 alumnos por profesor y los segundos 32, mientras que los colegios pagados promedian 21. En cuanto al tamaño de los cursos, las instituciones particulares subvencionadas y las municipalizadas promedian el mayor número (35 y 36 respectivamente) contra 24 que tienen los colegios pagados (MINEDUC, 2004: 51-54).

Así pues, una combinación de las dimensiones anteriores arroja como fuente principal de problemas a la equidad la conservación de dos tipos de educación asociadas a calidades notablemente diferentes (que recuerda lo observado por L.S. Rowe a principios del siglo XX): la particular pagada, que obtiene, invariablemente, los mejores resultados en las mediciones de logro escolar, y la pública-gratuita, de baja calidad, a la que se suma, generalmente, la particular subvencionada. Los resultados del SIMCE por dependencia administrativa del año 2000 hablan por sí solos: los colegios pagados obtienen la más alta puntuación (297 puntos promedio), seguidos por los particulares subvencionados (256,5) y en último lugar, los municipalizados (239). (MINEDUC, 2004: 65)

En definitiva, las pretensiones de calidad y equidad escolar son escamoteadas ­pese a los enormes esfuerzos desplegados- por las condiciones sociales desiguales del país, agravadas por el hecho de que la estructura general del sistema refleja la segmentación socio-residencial de la población. Es impensable que la inequitativa distribución del ingreso no deje de resonar en el modelo de educación que se ofrece a los niños y jóvenes chilenos: el año 2000, el 10% más rico percibía el 40,3% del ingreso nacional, mientras que el 40% más pobre percibía sólo el 13,8%; lo que equivale a que un 75% de los chilenos recibía menos del ingreso per cápita promedio y un 46,4% obtenía menos de la mitad de ese ingreso promedio[2]. Este desnivel, además de impedir un desarrollo social integral, perjudica la capacidad de la mayoría de las familias chilenas para participar del 'capital cultural', para competir en igualdad de condiciones en la instalación de significados culturales y de ofrecer a sus hijos posibilidades de realización equivalentes a las que ofrecen las familias más acomodadas. De hecho, tres de cada cuatro adolescentes en edad escolar que no asistían al liceo el año 2000 pertenecían a los dos quintiles más desfavorecidos y aducían razones vinculadas a los bajos ingresos familiares (MIDEPLAN, 2000).

Es sobre esta contradicciones que la Educación Chilena -habiendo conseguido la cobertura  casi universal en el nivel básico e incrementado sustancialmente el sucundario[3] - debe persiguir el objetivo de la 'calidad', sin que se vea apoyada desde leentorno con una mengua de tales paradojas.  En otras palabras, se ve impedida a actuar en conciliación con estas contradicciones de base y a regenerarlas en su interior dentro del nuevo énfasis de la excelencia, pasando por alto la significación sociológica que tiene una  calidad escolar tan diferenciada marcada por las clases sociales.

Es sabido que la cobertura escolar universal no es condición suficiente para democratización del sistema de enseñanza y, en parte por ello, la Reforma Educacional en curso identificó la 'calidad' como uno de los principios de sus políticas. Lo cierto es que, con el crecimiento económico y nivel de vida alcanzados en Chile, la calidad de la educación aparece hoy como el nuevo indicativo de las diferencias sociales.  En este sentido nuestro sistema escolar aparece  todavía como discriminatorio ya que ofrece a los níños de sectores medios-altos y altos mejores oportunidades formativas que a la gran mayoría.  Los resultados de la prueba SIMCE por condición socioeconómica del año 2000, no dejan lugar a dudas porque los puntajes siguen el mismo orden descreciente de los segmentos económicos evaluados:  los del secto alto consiguen el mejor puntaje (299), seguidos por los del  medio-alto (276,5), luego los del sector medio(248,5), los del segmento medio-bajo (232,5), y, por último, los de nivel bajo (229) (MINEDUC, 2004: 65).  Por supuesto, las posibilidades de proyección laboral quedan también en gran medida configuradas por esta calidad decreciente en el aprendizaje, de manera que la tendencia es que los niños de sectores populares termines ocupando puestos subalternos, aunque incluso sean profesionales.  Entonces, la problemática educacional chilena se ha desplazado desde el ingreso o la permanencia en el sistema escolar a la diferenciada formación que reciben los escolares; es decir, que mientras unos pocos niños reciben educación de 'calidad', la mayoría se escolariza en escuelas o liceos precarios, en que abundan los profesores menos actualizados y currículos desvalorizados, situación que los lleva a participar en el mundo productivo desde lugares subordinados o a quedar prontamente obsoletos en el cambiante mercado del trabajo.

Ya no se trata, como antes, de la falta de posibilidades escolares en virtud del origen social, pues, como hemos dicho, al haberse conseguido la cobertura escolar casi total de la educación básica y haberse incrementado la media, la expectativa de estudios de los sectores populares se ha elevado hasta la educación superior[4]. Se trata ahora de que la misma escolarización hace la diferencia. Esto es, de que la falta de oportunidades laborales, por ejemplo, aún entre personas con la misma profesión, se da, en gran parte, en virtud del tipo de escolarización. Efectivamente, las últimas investigaciones concluyen que, si bien los chilenos siguen considerando a la Educación la mejor vía para la movilidad social de sus hijos, la segmentación económica en la calidad educativa ha debilitado la relación entre años de escolaridad y oportunidades de empleo:

'La política educacional llevada a cabo en los últimos años ha incrementado significativamente los niveles de aprobación de los establecimientos de enseñanza media, pero no ha logrado cambiar la situación estructural que mantiene las condiciones de inequidad: por el hecho de estar en un establecimiento privado se tienen mejores condiciones de aprobación.'

Pero aún más significativo es que las tasas de aprobación se han ido haciendo significativamente mayores para los establecimientos privados pagados, en comparación con los otros tipos de establecimientos, lo que confirma lo señalado anteriormente en el sentido que en Chile si se quiere una buena educación hay que arriesgarse a pagar, indicando la falta de equidad que caracteriza al sistema educacional chileno.

La política educativa aplicada en Chile no ha logrado además revertir el efecto de los factores contextuales sobre los resultados del sistema escolar, manteniéndose por tanto también desde esta perspectiva las condiciones de inequidad. Se mantiene el efecto decisivo del contexto, lo que equivale a decir que los logros en matemáticas o en castellano de los estudiantes chilenos dependen primeramente de los niveles educacionales y socioeconómicos de sus padres y del tipo de establecimiento educacional donde realiza sus estudios, en mucho mayor medida que la acción de los procesos de gestión escolar y de aula sobre esos resultados.

'Finalmente se ha señalado que la educación como mecanismo de ascensión social y económico debe ser puesto en cuestión, al no lograr asociarse positivamente con niveles de empleo juvenil, al mismo tiempo que confirma que la educación no ha logrado romper la situación de inequidad, la que de lograrse debería implicar una relación positiva entre mayor educación y mayores posibilidades de empleo'. (Mella, 1999: 13-14)

En consecuencia, la nueva problemática chilena reside en que la democratización del sistema nacional de enseñanza está desafiado por la coexistencia ­en su interior- de espacios altamente desvalorizados y precarizados junto a otros notablemente sofisticados y exitosos. En otras palabras, que nuevamente el campo escolar aparece, en el fondo, operando como un modelo para el 'orden social', reproduciendo en el orden simbólico no ya la exclusión de los sectores populares de la ciudadanía moderna sino su subordinación a sitiales profesionales subalternos.

Indudablemente, en la resolución de este problema no intervienen sólo factores de gestión escolar y de aula, sino también ­como hemos visto - los contextuales. De tal manera, que sin medidas redistributivas de fondo que equiparen relativamente las condiciones socioeconómicas de las familias chilenas y que equiparen las condiciones de aprendizaje de los establecimientos municipalizados y particulares subvencionados con las aquellas de los pagados, se hace difícil imaginar la plena consecución de 'una mayor calidad para todos'. Es más, resulta incluso injusto esperar que sea el sistema escolar el que resuelva por sí solo contradicciones que se derivan de la sociedad. En la medida en que es inverosímil sostener un proyecto educativo desligado de un proyecto de sociedad, el retorno ­en la práctica- de un modelo educacional para el 'orden social' sólo puede ser desbaratado abordando simultáneamente el terreno escolar y el extraescolar de manera sistémica y sostenida. Es decir, interviniendo también, directamente, el 'orden social' mismo.

En otro plano, tampoco puede desconocerse que la solución a la inequidad en la calidad educativa no pasa únicamente por los imperativos sociales nacionales, sino también por los complejos desafíos que presenta la globalización al fenómeno educativo general, en el proceso más amplio del cambio epocal. De hecho, la Reforma actual así lo reconoce. En primer lugar, porque la misma globalización[5] profundiza las desigualdades preexistentes en cuanto a los recursos (materiales y humanos) disponibles y a los conocimientos, perspectivas y tecnologías nuevas. De tal suerte, que mientras los países desarrollados plantean nuevas exigencias de calidad y sofisticación técnico-teórica a sus sistemas educativos, otros todavía se agotan en campañas de alfabetización o contra una alta deserción. Mientras algunos en vías de desarrollo, como el nuestro, pueden al fin pasar del problema de la cobertura a la calidad educacional e introducir la informática educativa, quizá el 50% o más de los niños en edad escolar de otras latitudes queda al margen del sistema. Por lo demás, este proceso también ensancha los desequilibrios sociales a escala nacional, haciendo más difícil que todos alcancen unos medios, contenidos y enfoques de por sí recientes. Un mundo que ha alcanzado un bienestar material nunca visto en siglos anteriores y que ha acortado las distancias físicas, pero que al mismo tiempo ha dilatado las distancias sociales (internacional e intra-nacionalmente), obliga a repensar la Educación en el cruce de imperativos morales y sociales insoslayables.

Asimismo, este mundo recicla vertiginosamente sus conocimientos científico-tecnológicos y sus criterios de verdad, y, en consecuencia, el sistema escolar está y estará tensado permanentemente por ese requerimiento de renovación constante. Entonces, incorporar el 'hábito de la innovación' a la comunidad, currículo y gestión escolar, y dotar a la institución escolar de la necesaria flexibilidad para permitirlo serán tareas esenciales para una inserción adecuada de Chile en el 'ritmo del mundo'. Ello obliga a repensar la Educación en el marco de nuevos imperativos organizacionales.

Por otra parte, las transformaciones sociales impulsadas por la revo-lución científico-técnica en curso, desafía a la Educación en la acción pedagógica propiamente tal. Porque el postfordismo, la automatización, la especialización flexible, las comunicaciones y la biotecnología como las áreas más dinámicas, la 'massmediatización' de la cultura, la confusión de la vida pública y privada, la precarización de las seguridades (laborales, afectivas, ciudadanas), la privatización de la cultura y consiguiente pujanza de las 'tribus juveniles', entre otros muchos aspectos, están aumentando las distancias generacio-nales, cuestionando las tradiciones teóricas, los roles, las expectativas sociales y las estrategias didácticas que nutren los modelos educacionales vigentes y, por último, relativizando la preparación teórica y procedimental de los profesores. Superar prácticas pedagógicas rutinarias, superficiales y formalistas, aprendizajes meramente memorís-ticos, mecánicos y poco elaborados, disciplinas enciclopédicas y posi-tivistas, didácticas conductistas, currículos irrelevantes, atrasados y descontextualizados, y escuelas o liceos sin proyecto institucional ni cultural, obliga a repensar la Educación desde imperativos epistemo-lógicos inéditos.

Por último, se deben tener en cuenta las constricciones y oportunidades que la globalización presenta a la Educación respecto a la competencia ideológica por la cultura. No en el sentido premoderno, como lo fue por más de seis mil años de historia humana, en que la interpretación lecto-escrita de la realidad fue privilegio de minorías muy reducidas. Cuestión que implicaba el monopolio más absoluto de los oficios decisivos en la reproducción y conservación simbólica de los sistemas sociales, una desigual apropiación y control de la producción del conocimiento y la polarización dramática de la cultura en un extremo 'culto-formal ' y otro 'popular-informal'. Tampoco se trata de las mismas demandas planteadas por la era industrial, en que la alfabetización masiva, la institucionalización de sistemas educativos nacionales y la ampliación de los medios de comunicación escrita iban paralelos a la expansión del capitalismo industrial y a la conso-lidación de los Estados nacionales. Porque, como dijéramos antes, éstos requerían trabajadores instruidos y disciplinados en las fórmulas del trabajo urbano e industrial, y la formación del sujeto sociopo-lítico se desarrollaba en gran parte como correlato del sujeto productivo, cuya igualdad y libertad jurídica era precondición y complemento de la compraventa de su fuerza laboral (Egaña, 2000: 104). En realidad, el cambio epocal en curso plantea, justamente, el desafío de li-berar al sujeto sociopolítico de la compulsión del sujeto productivo.

Por supuesto, no se puede negar que el advenimiento del siglo XXI plantea retos todavía vinculados a la era burguesa, en cuanto a que los cimientos de la ciudadanía moderna, no han sido acabados, o ni siquiera puestos, en todo el mundo. La constitución de la socie dad civil y el proceso de autonomización de la esfera cultural -dentro de ella, la profesionalización de la labor docente y el reforzamiento del espacio escolar como principal referencia del saber - no es una realidad en todo el planeta. La inscripción del sistema educativo en la socialización del patrimonio cultural de una sociedad, así como de las críticas democratizadoras del orden social -proceso identificado con la formación del espacio público moderno (Habermas, 1981: 19)- ha quedado inconcluso en vastas regiones del orbe.

En consecuencia, el desafío genérico de la Educación en la globali-zación parece incluir, entre otras cosas, el retomar la tarea de formar ciudadanía moderna allí donde quedara pendiente desde la era industrial y resignificarla allí donde alcanzó a echar raíces. Ello representa, naturalmente, incorporar al imperio del universo letrado a la enorme cantidad de analfabetos, mantener en el sistema escolar a los desertores y profundizar los estándares de calidad de las redes ya existentes.

Este escenario 'postindustrial', si bien mantiene unas pulsiones productivas aceleradas, se relaciona a un más flexible o difuso universo cultural-ideológico y por tanto establece una conexión menos aleccionadora hacia la Educación. Ofrece, al menos en el nivel discursivo, mayor tolerancia a la diversidad y por tanto se abre a distintas formas de construir sujetos sociales desde las escuelas. No exige un único sujeto sociopolítico, correlato de un único sujeto productivo. Porque hoy, menos que nunca, existe un único sujeto productivo. Y porque el espacio cultural, en el camino recorrido, ha adquirido una cierta densidad y autonomía que ­más allá de las constricciones o compromisos con el 'mercado'- fortalecen sus propias líneas. De tal manera que, por ejemplo, la creación artística ha podido replantearse formatos y objetivos; que las humanidades y las ciencias sociales han podido replantearse la validez de la mera masificación de conocimientos mitificados; que la educación ha podido replantearse la validez de permanecer en un aprendizaje que escasamente genera sentido y crea saberes; y que la política ha podido desembarazarse de algunas rigideces ideológicas.

Esta nueva atmósfera permitiría ahondar en la resignificación de la relación entre cultura y economía, y, entre cultura y política, con unos supuestos que provinieran más fuertemente de la cultura. Por ejemplo, con el reconocimiento del saber como construcción sociohistórica en permanente cambio y, como creación personal integral. También con la explicitación de los paradigmas ideológicos y órdenes sociales desde los cuales se legitiman ciertos conocimientos o filosofías sociales. Finalmente, con la aceptación de la pluralidad de enfoques críticos y métodos investigativos posibles, cuya verosimilitud derive del rigor metodológico en su itinerario hermenéutico. En definitiva, la nueva atmósfera cultural podría 're-ilustrar' la política y la economía desde los conceptos de pluralismo, flexibilidad y crítica.

Naturalmente, la competencia ideológica por la cultura en el campo estrictamente escolar significa dirimir los saberes y prácticas apropiados para la construcción de un perfil de 'sujeto escolar' en la perspectiva de un sujeto político deseable. Implica definir el tipo de experiencia cultural que se ofrece a ese sujeto durante 6 o más horas al día y su relación -o desfase- con la experiencia cultural global de éste. Por lo tanto, los modos específicamente generacionales de vivir el cambio epocal cobran especial relevancia.

Sobre esto se ha dicho que la revolución de la multimedia, las telecomunicaciones e internet, como eje de las comunicaciones globales a través del computador, tiende a generar una 'sociedad interactiva' que incorpora varios modos de comunicación en una red interactiva, formando un hipertexto o metalenguaje que por primera vez integra las modalidades escrita, oral y audiovisual de la comunicación humana (texto, imagen y sonido). Esto equivale a imbricar todos los mensajes en un modelo cognitivo común, es decir, que los emisores se prestan sus códigos unos a otros (programas educativos que imitan videojuegos, juicios que se emiten como comedias, propagandas que se emiten como noticieros, etc). Este desarrollo cambia la naturaleza de la cultura ya que la mediatiza y la difunde con sus nuevos códigos, autoproyectándose como su nuevo entorno simbólico. En él, las relaciones virtuales ­a las que son especialmente adictos los jóvenes- crean nuevas y contradictorias formas de sociabilidad y sensibilidad, al cambiar el 'ser en la ciudad' por el 'ser en el mundo', pero, simultáneamente, al dotar a algunos hogares de tal autosuficiencia que hace cada vez menos necesario el contacto 'cara a cara'. La 'sociedad interactiva' está absorbiendo las culturas tradicionales, segmen-tando a los usuarios por el grado de acceso a la multimedia y capturando un gran diversidad de expresiones culturales, con lo que pone fin a la separación entre cultura audiovisual e impresa, popular y erudita, educación y persuasión. Debilita el poder simbólico de los emisores tradicionales externos a ella, particularmente el del sistema escolar. Deteriora el significado geográfico, histórico y cultural de las localidades y del tiempo -al movilizarse en el espacio de los flujos y de la reprogramación temporal-, lo que dificulta la comprensión cronológica, espacial e identitaria tradicional de los contenidos escolares. Por último, puede llegar a hacer que la realidad misma de los niños y jóvenes (su existencia material y simbólica) sea lentamente hegemonizada por las imágenes virtuales, las apariencias de la pantalla, que tienden a suplantar la experiencia (Castells, 2001: 399-452).

Realizar una apropiación selectiva de estas transformaciones en la experiencia cultural de los niños y jóvenes de hoy y aprovecharla en función del enriquecimiento de la experiencia cultural escolar, en vez de demonizarla o idealizarla, contribuiría a una aproximación responsable, analítica y realista a los desafíos de la globalización. La vía puede ser, tal como plantea la Reforma, abrir el currículo a la cultura mediática actual para que el alumno aprenda a producir y consumir de manera activa el texto, la imagen y el sonido en múltiples escenarios de recepción y de producción, incluso integrados en un conjunto de intencionalidad estética. Pero también el currículo debe moverse con cuidado frente al nuevo modelo cognitivo que promueve la cultura 'massmediatizada' para no dejarse 'massmediatizar' descontro-ladamente y que la escuela pierda sus características propias en la búsqueda de recuperar el prestigio simbólico perdido. No se trata de que la escuela renuncie a ser un espacio de socialización con forma propia, pero tampoco que aspire a ser la única experiencia cultural de los jóvenes (o sea, a una socialización total). Más bien, se trata de que se constituya en un espacio referencial significativo, plural y flexible, tanto en los modos del conocimiento y de expresión como en los aspectos organizativos, en el que se forme a la persona en relación a su entorno. Es decir, una escuela democrática (Franssen y Salinas, 1997: 97-128).

La conservación y renovación simbólica de la sociedad actual desde el sistema escolar implica delinear el papel ideológico que juega éste en un momento de crisis global de sentidos: ¿democratizar más o no la apropiación del saber?, ¿cómo replantear la relación entre el sujeto político y el sujeto productivo?, ¿revalidar la tarea de formar la 'ciudadanía moderna' o enterrarla junto al muro de Berlín?. Equivale, en suma, a reformular los fines y medios de la Educación, y replantear la función social de la educación y las obligaciones de la sociedad para con ella. Todos los demás aspectos que componen el microcosmos escolar, como el replanteamiento de la formación inicial docente, la readecuación del edificio escolar, la reestructuración del currículo, la gestión escolar, etc., reflejan esas definiciones, sean ellas explícitas o no.

Para el caso chileno, los principios de equidad y calidad establecen un marco que hace de la democratización del conocimiento y de la 'escolarización de calidad para todos', el imperativo central del proyecto educativo. Todos los esfuerzos deben converger en esa orientación, incluidos los cotidianos y concretos. Por ejemplo, se requeriría que los cursos no tuvieran un número superior a 25 alumnos, de tal manera que el maestro pudiera atender de manera efectiva las diferencias individuales y así facilitar un conocimiento significativo en los educandos. Sería indispensable re-prestigiar simbólica y socialmente la profesión docente, dignificando las exigencias teóricas de las carreras pedagógicas y la retribución salarial en su ejercicio. Naturalmente, sería también adecuado que los maestros tuvieran una permanencia dentro del establecimiento de 44 horas, pero con no más de 30 horas presenciales, para así destinar el resto a atención de alumnos y apoderados, perfeccionamiento, actualización, diálogo con los colegas, diseño de proyectos que mejoren el nivel escolar y su relación con la comunidad, etc. Más trascendental aún, sería que los profesores se asumieran como sujetos históricos, como ciudadanos, para así enseñar a sus alumnos a serlo. Debería diseñarse programas de discriminación positiva en favor no sólo de los colegios más pobres del país sino de los de comunas de ingreso medio-bajo y bajo, así como de los profesores que trabajan en dichos establecimientos, en un esfuerzo por elevar su capital cultural y el de sus estudiantes.

Los niños y jóvenes chilenos, por su parte, que viven su propio proceso de maduración física, sicológica y cognitiva en un ambiente global que no les facilita la identidad personal y que ha cuestionado las identidades colectivas tradicionales, crecen en un país que marcha hacia la polarización social. Es decir, viven en una sociedad que ha 'naturalizado' la coexistencia de la marginación y el exceso de bienes con un frecuente abandono afectivo. Por tanto, ante la incapacidad para encontrar significados trascendentes y satisfacciones cotidianas en una cultura socialmente fragmentada e incoherente, en que predominan los impulsos centrífugos sobre la integración y el interés común, se refugian en la cultura juvenil, que a veces se convierte en un cobijo fundamentalista que ofrece seguridad en modos de autoabsorción o desconexión con los demás. La apertura social conseguida con la revolución de las costumbres desde fines de los años '60, que hace de sus búsquedas vitales un periodo válido en si mismo y una experiencia mucho más libre que la que vivieron sus antecesores, no asegura, con todo, que los jóvenes siempre aprecien y se responsabilicen ante esa libertad. Finalmente, el atrincheramiento de algunos adultos en los valores tradicionales y actitudes fundamentalistas cierra el círculo de incomunicación que agranda el distanciamiento generacional hasta convertirlo en un abismo.

Para solucionar este problema, muchos padres han modificado su rol tratando de parecer cada vez más jóvenes por creer que así se acercan a su hijos. Otro tanto ocurre a veces con los profesores. Pero esta actitud parece más bien desorientar a los jóvenes o niños porque los deja sin referentes valóricos y sin límites necesarios. De hecho, en conversaciones con estudiantes universitarios suele aparecer que, comparándose con sus mayores, presentan dificultad para imaginar proyectos propios de vida. En sociedades traumatizadas con experiencias dictatoriales, se confunde la disciplina con el autoritarismo, en que el sujeto consiente por miedo al castigo. Por eso es necesario distinguir la disciplina derivada de la cultura autoritaria de aquella derivada de la cultura democrática, en que se acepta por conciencia y se participa de las reglas acordadas. El cambio de los roles adultos -especialmente del profesor, que de ser tratado de 'señor' está pasando a ser tratado de 'tu'- debe considerar la internalización de una disciplina democrática para enseñarla a los niños y jóvenes. Tal vez sea en este 'espíritu' que Alemania ha reimpulsado las clases de protocolo, en el entendido de que la carencia de modales básicos en las relaciones personales y públicas guarda relación con el respeto al otro.

Sabiendo que sólo el conocimiento con sentido genera cultura y que se legitima y realiza del todo en su valor de uso social, el desafío principal del sistema escolar chileno es fortalecer su vigencia cultural a través de su actualización epistemológica y de terminar con la segmentación económica en la calidad educativa. En tanto ello pasa por revertir también el efecto de los factores contextuales sobre el sistema escolar, interviniendo el orden social, el problema escolar deviene un problema político, en el sentido sociológico del término. Demanda generar un nuevo estado de compromiso o consenso social en torno al valor de la escuela como espacio de creación cultural, de vinculación al 'ritmo del mundo' y de deselitización del saber.

Los niños y jóvenes chilenos contemporáneos están expuesto a los devaneos y contradicciones del cambio epocal, a ser receptáculos de nuevos conocimientos de todo tipo y a enfrentar las inequidades de su propio país, pero como se dijera hace más de 30 años, siguen oyendo, en el fondo, el mismo llamado que las generaciones anteriores: 'El objetivo del desarrollo del hombre no es otra cosa sino el despliegue de éste en toda su riqueza y en la complejidad de sus expresiones y de sus compromisos, individuo, miembro de su familia y de su colectividad, ciudadano y productor, inventor de técnicas y creador de sueños' (UNESCO, 1973).

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Notas

[1]

Rowe, L.S. 'Progresos de la educación en la República Arjentina y Chile' , Anales de la Universidad de Chile, Santiago, 1910: 137. volver

[2]

En el año 1990, el 10% más rico percibía el 40,7% del ingreso nacional y el 40% más pobre el 13,2%, lo que muestra que la mejora distributiva es mínima en la transición democrática. Véase CEPAL, 2003, cap. II: 73-76. volver

[3]

El analfabetismo de los chilenos de 15 años y más disminuyó entre los años 1990-2000 del 6% al 4,2%. Ibid. Empero, se trata de la culminación de un proceso anterior: en 1990 la cobertura de la educación básica llegaba al 97% y la de educación media llegaba a un 75%. Véase Mella, Juan Orlando. 'Equidad y Reforma educacional en Chile', noviembre 1999: 1. Consulta en línea: www.reduc.cl/reduc/mella4.pdf (3 agosto 2004) volver

[4]

Incluso esto se ha visto facilitado por algunos establecimientos privados de educación superior que profesionalizan a los bajos puntajes de la selectividad, obtenidos generalmente por jóvenes de aquellos segmentos, que recibieron una educación de menor calidad. De tal manera que tarde o temprano se invertirá la situación de antaño en tanto hoy tienden a ser los sectores medios-altos los que acceden a la educación superior pública mejor evaluada mientras los estratos bajos tienden a ingresar a algunas instituciones privadas que consideran menos el indicador de la PAA/PSU, particularmente Institutos Profesionales y Centros de Formación Técnica. volver

[5]

Sin pretender demonizarla o idealizarla, entendemos por Globalización la expansión y potenciación de los flujos económicos, la internacionalización de las tecnologías de información y comunicaciones, la vinculación política y cultural, que, en perspectiva histórica, constata una más libre y masiva circulación de bienes y servicios, personas e ideas y que hace que las sociedades dependan cada vez más de sus vínculos externos. Se trata de un ahondamiento de la internacionalización (interacción de las economías nacionales por expansión del comercio internacional) y de la transnacionalización (deslocalización de las empresas), pero también de vínculos en planos no económicos. Por tanto, aparece como un proceso histórico de mayor alcance y profundidad que la fase neoliberal pero que, codificado por éste, genera crecimiento económico e integración comunicacional a la vez que discrimina en el acceso a los bienes culturales y económicos. Véase Aróstegui, Julio et al, El mundo contemporáneo: historia y problemas. Barcelona, Crítica, 2001: 787-805. volver